Este cuento surgió como una exploración del taller distrital de cuento del Instituto Distrital de Artes de Bogotá, Colombia, siendo seleccionado junto con otros trabajos liteararios de todo el país, para hacer parte de la Antología de la Red de Esacritura Cretaiva de Colombia: Relata.
Mariela
No sabemos con certeza en qué momento llegamos a habitar estas llanuras encerradas por árboles sin ramas. Son esos arbustos delgados que nos igualan en altura y huelen a madera seca, los que sostienen el alambre de la cerca: un hilo frío tan diminuto, tan afilado y tan invisible, que se confunde con las telarañas y que ni siquiera en los días más cálidos produce sombra. No podemos acercarnos a la cerca porque el latigazo de la electricidad, aunque hasta hace poco aprendimos esa palabra, es más certero que el de la fusta.
A lo lejos vemos árboles verdes que sí tienen ramas, detrás de ellos se esconde un lago. No lo conocemos ni lo hemos visto, pero un viento frío como el agua viene desde esa zona en las noches de luna delgada. Hemos discutido a veces que los hombres, que solo hasta hace poco sabemos se llaman así, nos llevarán a conocer el lago una vez cumplamos con nuestro propósito, si es que tenemos alguno.
Nos van moviendo con los ladridos de Aurelio y con los golpes del palo. Si ayer había prado fresco, hoy arrasaremos con todo y mañana abrirán una cerca y nos moverán a la siguiente llanura encerrada, con nuevos pastos frescos que siempre estarán cortados a la altura de nuestras rodillas. Aunque pasen muchas noches de medias lunas, no encontraremos pastos altos donde podamos escondernos de la mirada de los hombres.
¿Qué los siembra? ¿qué los corta? la saciedad aplaca la curiosidad. A veces las preguntas nos cruzan pero siguen de largo, como los pájaros negros que nos miran desde el cielo pero evitan posarse en los árboles sin ramas que nos rodean. Ellos tampoco tocan la cerca, porque la electricidad les produce un sueño tan profundo, que ni golpeándoles con el hocico y bramando juntas hemos logrado despertar.
El hombre encargado viene siempre con Aurelio. Abre y cierra cercas y nos va moviendo por entre las llanuras encerradas. Nuestros pasos se siguen unos a otros, con las cabezas bajas, esperando el prado fresco que se esconde detrás de la próxima cerca abierta. A veces jugamos, movemos la cabeza de lado a lado para que el pasto roce nuestras narices y nos produzca cosquillas. Nos reímos en silencio cruzando miradas cómplices, tratando de escondernos, pero no podemos descuidarnos porque solo bastan algunos pasos para que la furia punzante de la cerca, que nos sacude las pieles y las ubres, haga que cambiemos de dirección y que nuestros juegos se aplaquen.
Nos gustan las mañanas antes de que llegue el encargado, porque es en ese único momento en el que la tierra huele a aguacero y a excremento, un aroma que nos evoca memorias de pasados difusos que cada vez distinguimos menos. Pasados en los que aún teníamos hijas. Después de que el hombre recoge lo que hemos dejado en el suelo y se lo lleva en bolsas negras, la tierra vuelve a oler a madera seca, al mismo olor de los árboles sin ramas que sostienen la electricidad.
Todo empezó a cambiar el día que llegó Mariela. Escuchamos un bramido profundo, lejano. Levantamos el hocico mientras veíamos cómo ese animal ronco y gigante que escupía humo se acercaba hasta la llanura. Fueron varios hombres los que la bajaron. Abrieron la cerca, porque solo los hombres son capaces de dominar sus latigazos, y la dejaron en nuestro campo.
Mariela era diferente. El rumor de su rareza nos ocupó las horas y afloró nuevamente las preguntas esquivas: ¿Sería la hija de Dolores, que fue la primera que se llevaron? ¿las traerán a todas de vuelta? Su cuerpo tenía más marcas de fusta y de cerca. Era joven y delgada, pero su delgadez no era como la de los caballos enfermos, era una delgadez recia, como la de Aurelio, una delgadez fuerte que no habíamos visto en ninguna de nosotras. Su mirada se parecía a la de los hombres. La mirada de quien entiende qué es lo que hace crecer los pastos hasta las rodillas.
Mariela no se saciaba como todas, rumiaba más tiempo, más lento, y cuando venía el encargado con Aurelio, simulaba que seguía rumiando aunque no tuviera nada en su boca y hacía que cojeaba como un toro envejecido. Mantenía su cabeza alta, mirando la cerca, e incluso la descubrimos descifrando las formas detrás de los árboles con ramas, como si quisiera ver el lago y lo que escondían las montañas lejanas.
En las tardes, cuando nos agrupábamos a oler la tierra, Mariela se mantenía caminando, oliendo los árboles sin ramas, que luego nos enseñó se llaman postes, detallando el hilo de la electricidad, mirando las llanuras detrás de las llanuras, paseando junto a la cerca, levantando tierra con sus patas, arrimando piedras con su hocico, recorriendo los límites de nuestro mundo encerrado, como queriendo entenderlo.
Fue Alfonsina la primera que entabló relación con Mariela, la primera que nos contó acerca del plan. Nos contó también que Mariela le había dicho que los animales erguidos que abrían cercas se llamaban hombres, que a pesar de lucir tan diferentes, también vivían en llanuras encerradas, pero sus cercas estaban hechas de ríos, montañas y árboles de piedra. Nos contó que los hombres también eran agrupados por sus manchas en la piel, y que habían otros hombres con otras fustas, que latigaban más fuerte, que dirigían los grupos y que eran esos hombres los únicos que no vivían encerrados.
Luego vimos a Isabel, motivada por la curiosidad que nos era tan esquiva, caminar en el alba con Mariela. Isabel nos contó sobre el plan, y nos contó también que los latigazos de la cerca se llamaban electricidad, que estaba hecha de la misma fuerza con la que braman los días de tormenta, la única fuerza tan abrumadora que podía iluminar el cielo en la noche y reunirnos a aguantar el miedo debajo de la lluvia. Nos dijo que los hombres tampoco entendían esa fuerza, pero que la usaban para sus propósitos. Que su mayor logro era haber podido crear fustas tan certeras, hechas de electricidad, con las que podían obligar a otros hombres a cruzar cercas y vivir asustados en medio de sus propias lluvias.
Aurelio, que siempre fue tan receloso y esquivo, también se dejó seducir por las tardes con Mariela, y tal como nos sucedía a todas, se mantenía callado mientras la escuchaba. No ladraba. Sus ojos la miraban de una forma que no había mirado a ninguna de nosotras. Aunque le indagamos, nunca nos quiso contar en detalle qué tanto había hablado con Mariela, solo nos dijo que en tierras lejanas habían muchos como él, a los que también mantenían encerrados en pequeños refugios de tierra y piedra.
El plan de Mariela se fue repartiendo de a poco, pero no fue hasta que tuvo la aprobación de Dolores, la mayor y más desconfiada, que entendimos que el plan estaba en marcha. Ninguna lo entendía a la perfección, pero cada una sabía que tenía una tarea asignada. Mariela nos indicó que vivíamos en doce llanuras encerradas y que nos iban moviendo cada cierto número de noches, no entendimos el significado de aquél número pero las líneas que hizo en la tierra arrastrando sus patas fueron lo suficientemente claras. Golpeó una piedra con su hocico y la llevó hasta la tercera llanura, esa sería la elegida. Según Mariela, era la que estaba más lejos del refugio de los hombres y más cerca de los árboles con ramas. El entusiasmo de conocer aquellos árboles empezó a recorrernos, se sentía bien, como si tocáramos la cerca de a poquitos y apenas unas gotas de electricidad nos atravesaran el cuerpo.
Mariana y Victoria, las más grandes, golpearían con sus cabezas los postes del costado sur para irlos debilitando. Pero no serían golpes fuertes, sino leves y repetidos. Mariela nos explicó que es el golpeteo constante de las gotas de lluvia lo que en realidad desborda los ríos. Isabel, que era la única además de Mariela que había entablado cierta cercanía con Aurelio, lo convencería para que no advirtiera a los hombres. Alfonsina hablaría con los caballos para que fingieran amanecer cansados y desganados el día en que se llevaría a cabo el plan. Y así todas: Irene, Virginia, Mariana, Silvina, Victoria, Alfonsina, Isabel, Dolores, cada una de nosotras recibió una tarea. Por fin parecía teníamos un verdadero propósito. Estábamos tan habituadas a hacer lo que la cerca y la fusta de los hombres nos ordenara, que no fue difícil sumergirnos en este río desbordado.
Mariela caminaba en las noches con Dolores, hablando y ultimando detalles. Cuando los hombres estaban cerca, Mariela cojeaba y su hocico se mantenía apuntando al pasto, pero cuando se iban y se escondían en su refugio, corría y saltaba como las chicharras en las noches cálidas.
Su labor sería saltar por encima de la cerca, y una vez al otro lado, golpear la puerta de la reja y abrirla, ya que esta solo se podía abrir desde afuera. Guadalupe y Alfonsina amontonarían tierra de a pocos, hasta hacer un montículo que le sirviera a Mariela a elevarse con más facilidad. Sin embargo, la pequeña montaña, al fin una montaña en nuestra llanura, no debía ser demasiado alta para evitar sospechas en los hombres.
Y así pasaron noches de luna delgada y de luna llena y de luna brumosa y de luna ancha y de no luna, y el arrume de piedras que había hecho Mariela con el que contaba cada noche se fue desvaneciendo hasta que por fin quedó solo una piedra; el día había llegado.
Los hombres terminaron de limpiar los prados y se resguardaron en su refugio. Esperamos calmas hasta que llegó el momento preciso: Mariela nos dijo que el plan iniciaría cuando sintiéramos el calor del sol en nuestros lomos y la sombra más negra del día se ubicara justo debajo de nosotras, pues sería ese momento en el que los hombres dormirían durante el día.
Una vez el sol estuvo en su lugar, un silencio abrumador se apoderó de la llanura, los caballos voltearon su mirada hasta nuestro campo y todas vimos cómo Mariela empezó a retroceder de a poco tomando impulso, sin perder de vista la cerca que estaba más baja por los golpes en los postes que la sostenían. Aurelio irguió su cuerpo y levantó el hocico mirándola con fijeza, nuestras doce llanuras y todas las llanuras detrás de ellas estaban a la espera, e incluso el viento se detuvo para observar a Mariela, que tras un bramido de Dolores empezó su galopeo. Avanzó con un paso tan firme que las pisadas de sus patas retumbaron en el piso como una caballada. La tierra vibraba y nos temblaban las ubres mientras Mariela avanzaba sin freno hasta la cerca. Aurelio y los caballos y las cigarras y todas nosotras observábamos en silencio. Llegó con la fuerza de un toro hasta el montículo y se empujó con las patas y fue entonces cuando pasó; Mariela se elevó por los aires de tal forma que los pájaros negros que pasaban detuvieron su vuelo para ver el vuelo de aquella aprendiz de ave, y los caballos que observaban orgullosos a lo lejos no pudieron contenerse y levantaron las patas de adelante y relincharon briosos, y Aurelio saltó al unísono con el vuelo de Mariela desde su lugar de reposo, mientras nosotras veíamos como una, al fin una, había aprendido a volar.
Mariela se elevó, sus patas tropezaron con la cerca y la electricidad la iluminó con truenos en miniatura, pero con dos patadas de mula superó el enredo y cayó del otro lado. Le tomó unos momentos reponerse y quedar en pie. Se irguió, levantó la cabeza, miró a lo lejos las montañas y los árboles verdes. Tomó una bocanada de aire para oler el lago escondido, mientras esperábamos que girara y buscara la entrada de la cerca para patearla y poder acompañarla en su huída.
Pero Mariela no giró, no volteo su cabeza, no nos miró, no buscó la salida, no pateó la cerca. Camino primero lento y luego trotó más rápido y luego corrió como corren los conejos cuando los zorros acechan, sin detenerse ni mirar nunca atrás, hasta que se fue haciendo más y más pequeña y se perdió en el horizonte verde del bosque distante. Nos quedamos observando cómo se alejaba mientras los hombres, que se despertaron por el relinchar de los caballos y no encontraron forma de hacer que aquellos viejos equinos corrieran, pues cuando un caballo se planta no hay fusta que lo mueva, se unieron a nuestra mirada y todos vimos cómo Mariela se perdía en su embestida lejana.
Ahora Dolores busca las pequeñas manchas que perdió algún día, en las manchas de las nubes detrás del bosque, Irene cuenta lunas arrumando montones de piedras con su hocico, Agustina dibuja campos detrás de campos arrastrando sus patas en la tierra, Alfonsina práctica el vuelo en las noches de luna brumosa, Nohelia llena nuestras doce llanuras de montañas en miniatura y yo por fin entendí el plan de Mariela.
Juan Pablo Sarmiento